Imagen tomada de: https://www.cocinadelirante.com/tips/loncheras-de-los-anos-90#imagen-12
Por esos días, mi mamá me empacaba la lonchera en la noche, cuando yo ya estaba dormido. A la mañana, en el transporte no me dejaban abrir la lonchera, pues una vez quise mirar qué era y regué unos cereales en toda la silla. Por eso, tenía que esperar a que fuera descanso, miraba las agujas del reloj esperando a que el palito grande y el chiquito se encontraran a las 9. Cuando sonaba el timbre, miraba a Mateo y a Camilo, nos íbamos para atrás del salón, donde guardaban las loncheras y cada uno destapaba la suya con toda la emoción que daba saber que en la lonchera nos habían empacado un tarro de yogurt, un jugo de cajita o una gaseosa de lata; en ese momento, sabíamos que teníamos que comer lo más rápido posible, para tener algunos minutos del descanso para poder jugar con nuestros balones. El partido se acababa cuando sonaba el timbre, o cuando pasaba una profesora que nos hiciera botar el balón en la basura.
Cuando sabíamos que a alguno le habían empacado un balón de lonchera, los demás guardábamos las nuestras, esperando al segundo descanso, pues el balón siempre terminaba en la basura después del primer descanso y no nos podíamos gastar todos los balones desde primera hora; sino, ¿qué hacíamos en el segundo descanso? Por eso, cada que entrábamos después del timbre del descanso, volvíamos a mirar la lonchera y celebrábamos cuando veíamos que el balón del segundo tiempo estaba todavía ahí.
Las horas de clase se iban lentas, otra vez mirábamos el reloj, esta vez esperando que el palito chiquito estuviera en el 10 y el pequeño en las 6. A veces, Mateo se aburría en medio de clases y arrancaba una hoja del cuaderno, la envolvía y la arrugaba y nos la empezaba a chutar por debajo de las sillas, Camilo y yo nos mirábamos y pasábamos el nuevo balón con entusiasmo, esperando a que sonara de nuevo el timbre para jugar en el patio. Pero no siempre nos iba bien con nuestro balón de papel, algunas profesoras, sobre todo la de matemáticas y la de sociales, nos hacían botar el balón y nos paraban en las esquinas del salón; a veces nos dejan dentro del salón en el descanso, y eso sí que nos dolía porque el partido quedaba incompleto.
Mateo, Camilo y yo, pasamos así como tres, cuatro años, después fue que Camilo se fue a vivir a Bogotá y se cambió de colegio, ese día todos lloramos porque se nos iba a descompletar el equipo, ya no podíamos seguir jugando contra los de 2°A que desde que nos vieron jugando en un descanso, siempre nos esperaban en el corredor del laboratorio de inglés, donde ponían dos canecas al lado de la pared para que hicieran de porterías. Al otro día de la ida de Camilo, Mateo y yo no quisimos jugar con los del otro salón, nos sentamos en la tarima que había en el patio a comernos la lonchera: A mí me empacaron papitas de limón con lechita de fresa, y a Mateo un sánduche con un yogurt de bolsa; hasta nuestras mamás ese día nos mandaron un mensaje para dejar de jugar fútbol en el descanso.
Después de ese día, Mateo y yo empezamos a hablar menos, nos fuimos separando. A los pocos meses él empezó a hacerse con otros compañeros, hablaban de fútbol, de Dragon Ball y de videojuegos; yo empecé también a salir con otras personas, nos gustaba leer comics, dibujar y hablar de música. Lo último que recuerdo de Mateo, fue una vez que sonó el timbre del descanso y nos encontramos en una caneca de la basura, los dos llevábamos dos latas de malta, intactas, las que más nos gustaban para jugar fútbol, nos sonreímos y seguimos caminando hasta el salón.